Hay quienes recurren a la amnesia, a la omisión de los registros o simplemente al autoengaño (y por añadidura al engaño de los demás) para eludir la consecuencia de los hechos, de sus propios actos pretendiendo así desligarse de la intrínseca responsabilidad que a los seres humanos, pensantes, concientes, racionales y coherentes, nos otorga la historia.
No hablamos aquí de esa mala costumbre de anclarse y vivir en el pasado, en aquello que alguna vez nos supo bien, nos fue amable, beneficioso y nos reportó alegrías y hasta incluso éxito. No.
Hablamos del ejercicio necesario y sano de recurrir a la memoria como una forma de establecer principios, parámetros y ejemplos de lo que se debe y de lo que no se debe hacer.
Es cierto que a veces ese ejercicio nos reporta dolor y la sensación de haber perdido más que de haber ganado algo. Nos trastoca el espíritu haciéndolo arrancar en forma de lágrimas, dejándonos absortos de nosotros, pendiendo de una vida ya vivida pero que nos sigue y probablemente nos seguirá, de vez en cuando, susurrando al oído para que no la olvidemos.
El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos está lleno, repleto, de recuerdos que, en realidad, como suma de todos y cada uno, se transforman en un pedazo consistente y tangible de nuestra historia.
Entrar en este edificio moderno, contemporáneo y revisar las voces, las imágenes, los protagonistas de una historia contada a partir de septiembre de 1973 es sólo la antesala de todas las sensaciones posibles de vivir y revivir en este lugar.
Volver a escuchar las consignas que se gritaban (y gritábamos) en las calles, las canciones. A leer los titulares de los diarios y revistas (tantas veces proscritas) de la época, a leer las cartas de los niños, las artesanías fabricadas por sus padres, detenidos en las cárceles de la dictadura, a escuchar de nuevo el crudo testimonio de quizás quienes son las mayores víctimas, los torturados, a encontrarse con agria sorpresa con una “parrilla” tal cual era, ver los certificados de defunción de Miguel Enríquez, Prats, Letelier, Jecar Nehgme, André Jarlán, por ejemplo, es un ejercicio vertiginoso que nos va, de alguna manera, predisponiendo, sensibilizando hasta llegar a un rincón del museo, a una sala abierta, con luces dispuestas en el suelo en forma de velitas que brillan de manera permanente como homenaje a la memoria de todos quienes son representados por las fotografías de los detenidos desaparecidos dispuestas en la enorme pared sur del museo.
Estar ahí, con una melodiosa y casi angelical voz de fondo cuesta, tanto como cuesta contener las lágrimas, la emoción que inevitable brota, como algunos olvidamos.
Estar ahí y encontrarse con aquellas caras, con las expresiones registradas en las fotografías de los detenidos desaparecidos es un ejercicio fuerte, que nos quiebra las débiles certezas con que nos fuimos “abrigando”, protegiendo, escondiendo, intentando evitar ese doloroso tránsito de nuestra historia.
Estar ahí, es tan duramente hermoso porque es estar con ellos, no sólo con su recuerdo, con sus almas.
Estar ahí es volver a recordar por qué tomamos y alzamos las banderas de lucha, por que nos enfrentamos y arriesgamos frente a la dictadura pinochetista y asesina.
Pero finalmente, luego de recorrer cada recoveco de la memoria y llorar y tener rabia, y llorar, es entender que ese ejercicio, que nos tomó por sorpresa, es imprescindible para concretar aquello de “para que nunca más”.
El recorrido termina con esperanza, quizás aún agitados por las emociones, pero con esperanza. Con ganas de traer a los niños y jóvenes, de contarles esta historia, de hacerlos parte de esta historia, “para que nunca más”.
Es extraño y casi loco pero al salir del museo, se sienten las risas y uno cree estar viendo a nuestros muertos un poco más contentos de que uno más haya aprendido, haya entendido que justamente su muerte no fue en vano y que contaremos su historia, cueste lo que nos cueste, para que nunca más sea necesario perder, perderlos, perdernos. Para que no sea necesario tener que encontrarnos en un museo que nos recuerde que la memoria nos puede hacer sentir el compromiso que significa la vida pero por sobre todas las cosas que debemos construir un futuro donde el dolor, o al menos ese dolor, nunca más vuelva a ocurrir.
No dejes de visitar el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, no dejes de visitar la memoria
No hablamos aquí de esa mala costumbre de anclarse y vivir en el pasado, en aquello que alguna vez nos supo bien, nos fue amable, beneficioso y nos reportó alegrías y hasta incluso éxito. No.
Hablamos del ejercicio necesario y sano de recurrir a la memoria como una forma de establecer principios, parámetros y ejemplos de lo que se debe y de lo que no se debe hacer.
Es cierto que a veces ese ejercicio nos reporta dolor y la sensación de haber perdido más que de haber ganado algo. Nos trastoca el espíritu haciéndolo arrancar en forma de lágrimas, dejándonos absortos de nosotros, pendiendo de una vida ya vivida pero que nos sigue y probablemente nos seguirá, de vez en cuando, susurrando al oído para que no la olvidemos.
El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos está lleno, repleto, de recuerdos que, en realidad, como suma de todos y cada uno, se transforman en un pedazo consistente y tangible de nuestra historia.
Entrar en este edificio moderno, contemporáneo y revisar las voces, las imágenes, los protagonistas de una historia contada a partir de septiembre de 1973 es sólo la antesala de todas las sensaciones posibles de vivir y revivir en este lugar.
Volver a escuchar las consignas que se gritaban (y gritábamos) en las calles, las canciones. A leer los titulares de los diarios y revistas (tantas veces proscritas) de la época, a leer las cartas de los niños, las artesanías fabricadas por sus padres, detenidos en las cárceles de la dictadura, a escuchar de nuevo el crudo testimonio de quizás quienes son las mayores víctimas, los torturados, a encontrarse con agria sorpresa con una “parrilla” tal cual era, ver los certificados de defunción de Miguel Enríquez, Prats, Letelier, Jecar Nehgme, André Jarlán, por ejemplo, es un ejercicio vertiginoso que nos va, de alguna manera, predisponiendo, sensibilizando hasta llegar a un rincón del museo, a una sala abierta, con luces dispuestas en el suelo en forma de velitas que brillan de manera permanente como homenaje a la memoria de todos quienes son representados por las fotografías de los detenidos desaparecidos dispuestas en la enorme pared sur del museo.
Estar ahí, con una melodiosa y casi angelical voz de fondo cuesta, tanto como cuesta contener las lágrimas, la emoción que inevitable brota, como algunos olvidamos.
Estar ahí y encontrarse con aquellas caras, con las expresiones registradas en las fotografías de los detenidos desaparecidos es un ejercicio fuerte, que nos quiebra las débiles certezas con que nos fuimos “abrigando”, protegiendo, escondiendo, intentando evitar ese doloroso tránsito de nuestra historia.
Estar ahí, es tan duramente hermoso porque es estar con ellos, no sólo con su recuerdo, con sus almas.
Estar ahí es volver a recordar por qué tomamos y alzamos las banderas de lucha, por que nos enfrentamos y arriesgamos frente a la dictadura pinochetista y asesina.
Pero finalmente, luego de recorrer cada recoveco de la memoria y llorar y tener rabia, y llorar, es entender que ese ejercicio, que nos tomó por sorpresa, es imprescindible para concretar aquello de “para que nunca más”.
El recorrido termina con esperanza, quizás aún agitados por las emociones, pero con esperanza. Con ganas de traer a los niños y jóvenes, de contarles esta historia, de hacerlos parte de esta historia, “para que nunca más”.
Es extraño y casi loco pero al salir del museo, se sienten las risas y uno cree estar viendo a nuestros muertos un poco más contentos de que uno más haya aprendido, haya entendido que justamente su muerte no fue en vano y que contaremos su historia, cueste lo que nos cueste, para que nunca más sea necesario perder, perderlos, perdernos. Para que no sea necesario tener que encontrarnos en un museo que nos recuerde que la memoria nos puede hacer sentir el compromiso que significa la vida pero por sobre todas las cosas que debemos construir un futuro donde el dolor, o al menos ese dolor, nunca más vuelva a ocurrir.
No dejes de visitar el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, no dejes de visitar la memoria
El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos se encuentra ubicado en Matucana 501
Metro Quinta Normal.